jueves, 23 de diciembre de 2010

Vidas duras

Artículo publicado en elcomerciodigital.com el 11 de enero de 2010. 
 
Seguro que se acuerdan del documental sobre orfanatos chinos que nos rompió el corazón. Corría la década de los 90 y muchos españoles se animaron a adoptar bebés del Lejano Oriente. Preferiblemente niñas, las grandes víctimas de la política demográfica del gigante asiático. Se nos despertó un amor insospechado por las criaturas desvalidas del Tercer Mundo; sobre todo cuando la espera para recibir un niño nacido en España podía prolongarse más de nueve años. No había por dónde perderse. Con la vía internacional se abrió una puerta ancha, de par en par, a un mundo nuevo. Comenzaron a proliferar las ECAIS (entidades mediadoras) y así, poco a poco, los bebés dejaron de venir de París. Ya se podía elegir. ¿Beijing, Moscú...? ¡Eso estaba hecho!
Todos esos críos rondan ahora la adolescencia y han recibido, la mayoría de las veces, toda una batería de ayudas, sociales y psicológicas. Nada que ver con Cari Mccay, Laura Heckel o Aigul Fabre. Ellas lo tuvieron, en principio, mucho más difícil que cualquiera de los 3.156 críos llegados del extranjero en 2008. Sin embargo, nunca está de más conocer la voz de la experiencia; sobre todo ahora, que se ha vuelto tan complicado adoptar niños sanos y de corta edad más allá de nuestras fronteras.
A no ser, claro, que uno tramite la solicitud en un país como Costa de Marfil, donde en un año te asignan un bebé. Por no hablar del costo: en África los trámites rara vez superan los 9.000 euros, mientras que en Rusia se disparan a más de 30.000. «Todo se ha vuelto más engorroso. Los viejos tiempos ya no van a volver», reconoce Javier Álvarez Ossorio, presidente de la Coordinadora de Asociaciones en Defensa de la Adopción y el Acogimiento (CORA).
Los desvelos y la incertidumbre de los futuros padres van en aumento. Por eso, puede resultar aleccionador conocer la trayectoria de estas tres mujeres, de otras razas o países, que fueron adoptadas cuando eso era una rareza en España. Forman parte de colectivos de ayuda a las familias (La Voz de los Adoptados y Asociación Catalana Gerard) porque, dicen, «nuestras vidas fueron tan duras que ojalá nadie más pase por lo mismo». 
 
Aigul Fabre
De Kazajistán. 26 años
«No sé por qué me rechazan»
Aigul Fabre tiene un alma sabia, llena de costuras y suave como la seda. Ahora, embarazada de siete meses, se le nota más que nunca. «Cuánto me gustaría que mis padres quisieran saber algo de mí... ¿Por qué me rechazan? ¿Por qué? ¿Por qué?», murmura atropelladamente. Silencio. No dice más. Le cuesta recuperar el aliento pero, al final, lo consigue. Los gemelitos, que a duras penas entran en su vientre, le acaban de arrancar una sonrisa. Quién la ha visto y quién la ve. Cuando llegó a Madrid en 1992, a los 10 años, sufría de raquitismo y no sabía palabra de castellano. Venía de Kazajistán y sólo quería el calor de un hogar. Al menos durante el verano.
Su madre se había suicidado, el padre había muerto alcoholizado y ella no se quitaba el miedo de encima. Hasta que se encontró con un montón de besos y tres comidas calientes de lunes a domingo. No tardó en recuperar peso, confianza y una alegría contagiosa de vivir. Normal que la familia de acogida llorara a mares cuando le tocó regresar en septiembre. «Se habían enamorado de mí... ¡Enseguida tramitaron el papeleo de la adopción!», recuerda con cariño y un punto de nostalgia.
Todos soñaban con una Aigul ideal. «Mi padre adoptivo es ingeniero naval y mi madre trabaja en una empresa de informática. Siempre han tenido un estatus elevado y una forma de pensar determinada. Querían que fuera como sus hijos biológicos. Me veían como ingeniera y con un círculo de amigos 'bien'». Pero Aigul hizo valer sus gustos y estudió Psicología. Su debilidad son los inmigrantes de escasos recursos, y ha terminado emparejándose con un psicopedagogo argentino, de 46 años, que se gana la vida en negocios de hostelería.
Queda claro que no le interesa tener un chalé en Majadahonda. Ella es «inmensamente feliz» ayudando a menores que viven en pisos de acogida. «No quiero más. ¡Esto es lo que me llena! Piensa que yo era así en otra época... Tuve suerte pero, mira, eso fue puro azar. La vida nunca es justa. Nunca».
-Por cierto, ¿qué nombre les vas a poner a tus gemelos?
-Pues no lo he pensado. Quiero respetar su personalidad y no colgarles una etiqueta antes de tiempo. Cuando los estreche entre mis brazos, muy fuerte, muy fuerte, ya le daré vueltas a eso. No tengo prisa. 
 
Laura Heckel
De Colombia. 27 años
«Ante todo me considero latina»
«Una cosa he aprendido en la vida: hay que saber perdonar. Es la única manera de seguir adelante», reflexiona la joven colombiana Laura Heckel. Es hija adoptiva de una pareja variopinta: el varón es austriaco y la mujer, croata. Vinieron a España en 1990, cuando Laura tenía 8 años. Y para rizar el rizo, se considera «muy, muy latina» aunque siempre haya vivido en Europa.
Se empeña en acentuar los ojos almendrados y unos pómulos, altos y anchos, que a lo mejor apuntan a unas gotitas de sangre indígena. Es lo que a ella le gustaría. Su identidad se ha forjado a golpe de rabia. Está convencida de que su padre adoptivo nunca la ha querido y todavía le cuesta tragarse «la indignación» al comprobar, una y otra vez, que «el pasaporte austriaco eleva mi categoría». Un ejemplo: en las entrevistas de trabajo siempre suspiraban con alivio cuando descubrían que era europea y políglota (también habla inglés y alemán). Sólo ahora, que trabaja como secretaria de dirección en Madrid, puede respirar tranquila. Por fin se siente segura. «Antes, en mi adolescencia, fui mucho al psicólogo. Quieras que no, arrastras muchas cosas del pasado».
Aún se acuerda de cuando estuvieron a punto de devolverla a su familia biológica, con poco más de dos años, «porque el proceso de adopción lo había llevado una persona corrupta». Por fortuna, todo se quedó en un susto; volvió a los brazos de su madre adoptiva, «la única persona que de verdad me ha querido». Tanto, que hizo suyos a otros dos niños colombianos para que le hicieran compañía. Una curiosidad: el chico, «con rasgos marcadamente indios», es el que más reniega de su origen sudamericano y presume de nacionalidad austriaca. Laura tiene la teoría de que los hombres siguen la táctica del avestruz cuando los sentimientos y emociones no les cuadran. «Son gente muy pragmática. No sé si será mejor o peor. Bueno, ya veremos dentro de 30 años cómo evoluciona todo».
Antes de que llegue ese momento, los tres hermanos sólo consiguen ponerse de acuerdo y moverse al unísono en la pista de baile. «¡Llevamos el ritmo en la sangre! No hay quien nos supere bailando un 'vallenato' colombiano».
Salta a la vista que se les da muchísimo mejor que el vals. 
 
Cari Mccay
Hija de afroamericano y guineana. 40 años
«Decían que no me preocupara»
Su padre biológico era un militar afroamericano, radicado en Torrejón de Ardoz, que abandonó a la familia y volvió a EE UU; su madre, de origen guineano, murió en Barcelona cuando ella apenas sabía decir 'mamá'. Poco más se sabía de Cari Mccay en 1974. Tenía 5 años, los ojos grandes y era rápida como una ardilla. Vivía en un orfelinato religioso de Barcelona y una monja, hermana de la Caridad, solía llevarla a casa de sus padres. Le hacía ilusión que la cría se sintiera parte de una familia. Así terminó convirtiéndose en una de las primeras niñas negras adoptadas en España.
Su infancia fue feliz, «rodeada de cariño y bajo una educación muy estricta», recuerda Cari. Todo iba sobre ruedas. «Mi madre me solía repetir: 'No te preocupes, te estás educando entre blancos y no tendrás ningún problema'. Luego, cuando pasé a un instituto mixto, me di cuenta de que las cosas eran muy distintas». Ninguno de sus compañeros quería salir con ella. No le tenían respeto, «me veían como la negra que sólo vale para una sola cosa». El mundo que le habían pintado se rompió en mil pedazos.
El pasado irrumpe
Le costó mucho recuperarse. «Terminé COU, di muchos tumbos y, por último, entré a trabajar como administrativa en la clínica de unos amigos de mis padres». Aunque se esforzó en retomar las riendas de su vida, no tardó en perderlas de nuevo. A los 26 años, el pasado llamó a su puerta y puso todo patas arriba: la Policía de Mallorca le notificó que su hermano biológico había fallecido. «Ni me acordaba de su existencia. La última vez que nos habíamos visto, yo tenía 14 años». Al llegar a Baleares, descubrió que la imagen que tenía en la memoria se había difuminado por completo. Su hermano había vivido en un mundo «totalmente desconocido». Se había operado y era transexual. «Sólo pude reconocer sus ojos. El 'shock' fue tremendo, tremendo». Por si fuera poco, sus padres -miembros del Opus- encajaron aún peor la noticia.
La relación familiar se volvió muy tensa. No le quedó más remedio que cambiar de aires y luchar por encontrarse a sí misma. «No me sentía a gusto. ¡Su moral es tan distinta a la mía! Eso es lo que más nos separa. En todo lo demás, no tengo queja». Así pues, marchó a Londres, aprendió inglés, estudió Trabajo Social y volvió con una pareja británica. Ahora acaba de cumplir 40 años, colabora con Cáritas y ha fundado una asociación de ayuda a hijos adoptados llamada Gerard. Es una mujer de carácter, fajada en mil batallas, que se las arregla para no perder el norte. Y encima, despeja el camino a los que vienen detrás. Siempre tiene algún consejo a mano, sobre todo para los padres, ya sean biológicos o adoptivos: «El mundo no es color de rosa y más vale avisar a los críos con tiempo... Siempre habrá que pelear contra los prejuicios. Ser distinto a la mayoría te marca. Por eso hay que preparar a los niños. ¡Es la mejor manera de ayudarles a ser felices! Tienen que ser fuertes y eso, poco a poco, también se enseña».

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